ENSENADA
Son casi las seis y aún no pesco nada. Llevo una hora intentando trolear. Hay poca brisa. Para que pinchen la carnada el anzuelo debe ir moviéndose, como si de verdad un pequeño pez nadara cerca de la superficie. Tres o cuatro nudos habrían estado bien para crear la ilusión, pero no tengo suerte. La vela está deshinchada y el bote no se mueve, solo flota.
El hambre apremia. A las siete me pongo a fondear. Tengo un arpón de mano. Me resulta menos cruel arponear frente a frente a una criatura marina para comérmela que lanzarle un disparo neumático sin tino y dañar el coral. El capi solía echar una red de arrastre para sacar lo que fuera. Solo le importaba el hambre. Lo consumía. Yo también la siento, pero me lleno con poco. A pulmón libre me parece más justa la faena. Cuando aparece un pez solo se tienen dos opciones: o uno se siente ahogar porque ya lleva tiempo aguantando la respiración o se revienta hasta atraparlo. No hay muchas oportunidades. Se trata de medirse contra el coloso del miedo y ver quién sale a flote.
Cuando fondeo en busca de una centolla, un jurel o una agujeta, que por estos días son tesoros marinos, recojo toda la basura que me encuentro en la zona de inmersión. Hace unos diez años podía recoger el desperdicio humano que veía donde estaba buceando. Hoy no. Nunca logro recogerlo todo. Me consuelo cuando hay poca visibilidad y no alcanzo a distinguir formas a más de dos o tres metros. Soy incapaz de limpiar esas pequeñas áreas turbias de suelo marino. Le digo a la madre oceánica que procuré ser fiel al trato de sacarle la basura a cambio de que no me deje morir de hambre. Hace años hicimos ese pacto. Pero ni ella ni yo lo hemos cumplido del todo.
Hacia las ocho de la mañana aparece una cherna cabrilla. Es demasiado joven. Podría haber sido un pez enorme en pocos años. Me da pesar, pero mi estómago no da más espera: llevo ayunando treinta y seis horas. Si sumo el esfuerzo de antenoche, ayer toda la tarde y el de esta madrugada dedicado a pescar algo que no esté al borde de extinguirse, voy a morir de inanición. Hace diez años hubiera dicho que moriría de hambre, pero el científico me enseñó a hablar bien. A pensar en cada palabra. Cuestiones de proporción y significado. No es lo mismo tener la sensación de querer comer y saciar una necesidad pasajera, que experimentar la debilidad extrema de la falta de alimento. Como sea. No hay subiendas ni abundancia. Si no como algo, seré un esqueleto en un bote frente a la costa. El dolor en la boca del estómago me punza hasta la garganta. Entonces ensarto la cherna en uno de sus lunares rojos.
En el forcejeo, un pedacito de piel debajo de su aleta delantera se rasga en forma alargada. La tira serpentea con las burbujas que boto mientras nado hacia arriba. Bailotea como si celebrara que alguien la estuviera sacando de esa casa cada vez menos suya, de esas aguas turbias y estériles. Pobre. Abordo y me deshago del equipo. Me pongo a arreglar el pescado en la popa. Un pie en la caña por si me toca timonear. Con este viento de ahora nunca se sabe.
Raspo las escamas. Cuando apenas se saca del agua al animal, sus escamas son todavía flexibles, a mí no me molestan mucho. No lo hago de modo exhaustivo, solo las más grandes de los dorsos. Quito las agallas, abro la panza: ahí está, un pedacito azul de plástico. Siempre una miga verde, blanca, azul, amarilla. Nunca materia fecal de algas, plancton o alevinos, nunca una masa terrosa de mierda real de la que tendría que estar llena la panza de un pez.
La contemplo: hoy en día es difícil encontrar chernas. Algunos les dicen meros. Meros porque son grandes. Trescientos kilos. La mía no tiene una libra siquiera y así sea pequeña hay que limpiarla, esculcarle las entrañas. La operación no podrá ser tan meticulosa como para quitarle los plásticos que comió intentando sobrevivir. Solo los visibles. Los que ya hacen parte de la capa de grasa de su piel me los voy a tragar. A este plato no le caben mis escrúpulos y no pienso en ello sino ahora. La parto en sentido longitudinal para que quede como una mariposa abierta y la frito en mi aceite de coco.
El aceite lleva su proceso, como todas las cosas que se hacen en consecuencia con su propia naturaleza. Hay que tener una buena cantidad de cocos para obtener unos mililitros, pero vale la pena. Suelo guardar el agua de los cocos y rallar un montón de pulpas. Solo esta labor me toma medio día a mi ritmo. Una leche bien cargada se obtiene si se cuela y se cuela muchas veces la ralladura. Luego la dejo en reposo hasta que cuaje. Cuando hay afán se le puede echar un poquito de limón para cortarla. Igual, prefiero al ritmo mío y al de las cosas: la dejo ahí como si meditara. Se pone al fuego por un largo rato hasta que se evapora el agua y va quedando el aceite. Es delicioso. Se impregna en el bote el olor a coquera, a cáscara de coco, a cocada. La paila caliente, el plato, un poco de café, alisto mi banquete.
A este pescado le dicen la gallina de mar por su sabor. Es tan rico que basta con echarle sal; me habría gustado acompañarlo con un plátano o una yuca. Prendo el radio del bote, a veces logro sintonizar alguna emisora del continente. El locutor promete un clásico: Nuestra última cita de Ibrahim Ferrer. Un deleite de melancolía. Siento culpa al pensar en mi cherna, mi pacto marino cada día más roto y esta hambre que no pasa con un diluvio de ostras. Quiero bailar, así sea con el mástil, para celebrar que pesqué y que hoy tengo comida. Bailar solo para resistir a la velocidad de atragantarme. Una rebelión simbólica. Además, ese bolero era de los que cantaban Don Isma y el científico. Me parece verlos. Interfiere otra señal y me salgo del recuerdo para comer al fin. Quiero embutirme el plato en par mordiscos, pero hago la pausa de las “gracias” a mi madre oceánica. La pienso, la mimo con palabras bonitas, le ofrendo los corales que sembré en mi mente y espero a que me llegue la calma necesaria para masticar cada bocado sin tragármelos como un ser irracional.
No sé cuándo vuelva a alimentarme de pescado. Si no me gozo este instante, temo olvidar lo que significa comerse a un ser vivo que no sea uno mismo. La piel está crocante, hay una sutil capa de grasa en cada borde, plena de sabor, de sal marina; pese a que mastico lento, engullir me duele. Cada bolo es una pepa de mamoncillo dura, atragantada en el trayecto. Baja con poca voluntad obligando al pecho a abrirse para darle paso. Cada vez como menos. Hay poca comida. Es por eso. Termino y la punzada sigue en la boca de mi estómago. Detrás del esternón, un nudo.
La mareta comenzará a sentirse golpear en una hora y media, e incrementará en otras dos horas hasta que todo esté oscuro. Me quedo en silencio intentando mantener dentro de mí a la chernita. Hago la asana del héroe que es buena para el malestar en la barriga. Me concentro en respirar, pero el dolor sigue y sigue hasta volverse una mueca de asco en mi cara. Salivación excesiva al fondo de la mandíbula; un primer espasmo inofensivo, otro más fuerte. Contengo la arcada, dos, tres veces, hasta que el fluido es incontenible y regresa a mi boca. No me doblego. Me lo trago como una vaca, hago de cuenta que soy un rumiante que muge de rabia por el esfuerzo de los días dedicados a pescar y a pensar en comer algo delicioso. Trago otra vez, con fuerza, con obstinación; una bilis amarga me queda en la boca, el tracto malherido, un gusto de los mil demonios.
Ya no puedo digerir cactus como antes y pretender que no pasa nada. Mantengo la postura, yergo la columna, sigo. Me concentro en respirar al ritmo del mar. Imagino que inhalamos a la par. Sus exhalaciones son cada vez más agitadas, las mías, lentas. Busco curar con aire el dolor del reflujo. El traqueteo de los tiestos de mi bote se confunde con el de mis intestinos, y así, meciéndome despacio, en medio de todos los ruidos, los suaves, los agudos, los chloc, chloc esporádicos que hace el agua cuando golpea los costados del bote, me voy yendo en la calma hasta que las piernas se me encalambran, las pierdo, las olvido, me pierdo.
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Marita Lopera.