«¡Despierta, despierta, despierta!»
María Paz camina a mi lado tomándome del brazo. Lleva puesto su vestido azul oscuro estampado con perros dorados, sus zapatos de cuero opaco y una pequeña cinta brillante que le adorna el pelo. Es veinticuatro de diciembre de 2017, la víspera de Navidad por la que, ansiosamente, ha descontado días en su calendario. Pero esta vez es un funeral lo que amerita el mejor traje. ¿Qué pensará? ¿Qué sentirá? Me pregunto hasta dónde llegará su conciencia sobre la muerte, ese pozo sombrío que cuando tenía tres años le esclareció su hermano:
–Tuti, todos vamos a morir.
–¡¿Todos?! –preguntaba ella con más estupefacción que tristeza.
–¡Todos!, hasta tú y yo. Pero tranquila, Tuti, no te preocupes que cuando mueras vas a tener vida eterna.
A ella no le servía el consuelo y a mí me resultaban tenebrosos esos pensamientos para un niño de seis años. Pero ahora, después de cuatro años, esas palabras se han vuelto luz en su memoria; ahora comprende que los seres humanos somos finitos, solo que lo olvidamos con demasiada frecuencia; comprende que la vida también puede ser una cosa inacabada como los dibujos sin colorear de su cuaderno, la alcancía a medio pintar de Juan Diego, o aquellos paisajes bellos que se quedaron en bosquejo; comprende que la muerte es nuestro ineludible destino, que somos y dejamos de ser, que existimos y en un parpadeo desaparecemos, que somos un chispazo.
De camino hacia la funeraria nos detenemos en la floristería. De repente me asalta el temor de un funeral sin flores, algo paradójico cuando por lo general me parecían inoficiosas esas enormes coronas asperjando polen. La vendedora nos ofrece arreglos muy suntuosos, ramos repletos de tulipanes, girasoles y sobresalientes heliconias color rojo sangre, pero entre María Paz y yo escogemos un ramillete de rosas variadas. La mujer junta los tallos, al aire los corta de un solo tajo, y antes de entregarlos les da dos vueltas con un caucho.
En el carro llega el momento de poner a mi hija en un doloroso y prematuro contexto. Le digo que iremos a una funeraria a despedir a Juan Diego, que en un cajón blanco llamado ataúd va a estar su cuerpo, que seguramente habrá muchas personas tristes, llorando, que ella y yo también podemos hacerlo. Luego le digo que habrá una misa, pero no encuentro la manera de explicarle lo que sigue, lo que haremos con el cuerpo de su hermano en el cementerio. Me resulta cruel contarle que lo vamos a enterrar, pero eso lo acordamos y ella seguramente lo recuerda. Fue en un paseo familiar, después de que viéramos por la ventana del carro a un trío de buitres comiéndose un caballo. «¿Qué pasa con el cuerpo de la gente cuando muere, mami, se lo comen los chulos?», fue la pregunta de Juan Diego que marcó el punto de partida de aquella conversación en la que los niños, aterrados, descartaron la cremación. Ya casi llegando a la funeraria es ella quien me saca de aprietos: «¿O sea, mami, que Juandi es como el tesoro que vamos a enterrar?», y yo celebro su acierto.
Un pasmo, un golpe de viento frío y denso me detiene a la entrada del salón. En una esquina, el féretro blanco, puro, sacro, y en torno a él, el silencio, un náufrago entre la multitud, una fogata apagada. Luego de saludar a la gente de lejos me dirijo hacia donde está mi niño. Veo que el ataúd le ha quedado un poco pequeño, que en ese esfuerzo por acomodarlo le redujeron el cuello. «Es que los cuerpos se estiran un poco cuando mueren. Es que esa es la medida más grande en ataúdes blancos», me explica Paulo, quien llegó más temprano e hizo el debido reclamo.
Y siento sosiego cuando lo veo, esa especie de calma y quietud que se alcanza luego de llegar a una cima, a cualquier cima, aunque sea ella la del dolor supremo. No hay llanto ni desmayo, ni siquiera un grito ahogado, solo la paz que me viene de ese cadáver perfecto, de tanta pureza acumulada entre las tablas, de esa luz que se decanta a través del cristal, de ese niño que aun muerto, yo sigo viendo bello.
La muerte trae consigo su dosis de fama, de protagonismo. A mi alrededor se aglomera una multitud de familiares, de amigos y vecinos, de desconocidos, de gente que escasamente recuerdo, pero yo anhelo la presencia de los niños, sus ojos llenos de luz en los que podría ver, de mi hijo, su espejismo. Busco entre todas esas risas, entre el estruendo de tanta alegría, un sonido, una pista, algo que me lleve a él, y de repente se aglomeran los recuerdos, una ráfaga de imágenes sin estructura ni tiempo: Juan Diego de un año diciéndome adiós con la mano, Juan Diego celebrando un gol con sus canillas llenas de barro, Juan Diego mueco el día que se le cayó su primer diente de leche, Juan Diego gateando, Juan Diego de ocho años comiendo mango, Juan Diego enojado con su boca de pato. Luego el mapa se me pone en blanco y me aterra pensar que ha llegado el momento de comenzar a olvidarlo.
Vuelvo a mi hijo, a lo que queda de él entre cristal y madera, buscando indicios de su alma, un hálito que empañe el vidrio, un leve pestañeo, el movimiento mínimo de un dedo. Nada. Mi hijo ahora es un lago quieto, una eternidad callada, o como diría su abuelita, un verdadero muñeco de porcelana. Me sorprenden todos los esfuerzos para embellecer a los muertos, para refinarlos, cuando la belleza de los niños, su verdadera salud, está en sus llagas, en el chichón, en las uñas sucias, en el pelo enmarañado, en un rasguño sobre otro, en los mocos, en las lagañas. Veo a mi niño y no quisiera dejar de verlo, nunca el tiempo había sido tan apremiante, tan urgente; antes era solo una sucesión de periódicos a los que el minuto vuelve obsoletos, era el día que se apaga, la noche que se enciende con estrellas de hojalata; ahora es cuenta regresiva, movimiento incisivo de segundero, una carrera que solo lleva al silencio. Cuando ya jamás pueda volver a verlo, cuando se cierre definitivamente el tiempo, él se habrá convertido en el más bello y triste de mis sueños.
«¿Puedo ver a Juandi, mami?», me pregunta María Paz en medio del embeleso, pero yo dudo de la conveniencia. A la memoria se me viene la imagen del anciano muerto que vi de niña, no sé quién era, solo recuerdo sus grietas, sus facciones rígidas, duras. No quisiera que ese sea el último recuerdo que se lleve de su hermano, prefiero que lo recuerde en movimiento, cuando él se trepaba a su cuna en las mañanas, cuando jugaban atrapadas, cuando bailaban como loquitos por toda la casa, cuando él la llenaba de besos o los dos se escondían debajo de la cama. Le respondo que sí apretando los dientes, prefiriendo que se abstenga, pero ella no se detiene, con decisión llega hasta la pequeña ventana que ahora la separa de su hermano; luego la veo cruzando los dedos, apretando los ojos y diciéndole con insistencia, a manera de inocente conjuro: «¡Despierta, despierta, despierta!».
Por momentos todo parece irreal, una obra de teatro sin director de escena. Una de mis hermanas lleva el pesebre para rezar la última novena de aguinaldos. Los niños, en el centro del salón, se rifan el libro como en un juego de tingo-tingo-tango, y después de varias vueltas, María Paz lee el gozo que el azar le pone a ella:
¡Del débil auxilio, del doliente amparo, consuelo del triste, luz del desterrado!
¡Vida de mi vida, mi dueño adorado, mi constante amigo, mi divino hermano!
Fuera del rectángulo blanco la vida sigue sonando, villancicos y panderetas que hoy tienen un doble fondo de tristeza. No logro identificar a quién se le canta en este salón funerario, si al Niño de milenario nacimiento o a ese niño que hoy me nace por dentro. ¿A quién engañan esos rayos de sol que a nadie calientan?, ¿ese cielo azul que a nadie alegra?, ¿esa brisa densa que a nadie refresca?, ¿esas canciones navideñas? En este espacio de duda, en el inmenso vacío que hoy deja mi hijo, solo puedo ver, con total nitidez, cómo la vida y la muerte siempre se dan la mano.
Sin darme cuenta, paso de la sala de velación a la iglesia, todo para ajustarnos a los horarios navideños de la funeraria y el cementerio, todo porque en la dinámica lógica del universo, nosotros vamos en dirección contraria. Y en ese afán, y en esa fatiga, veo cómo el mundo se deshace de mi hijo con tanta prisa. Lo único que logro en esta carrera de trámites es que el padre Jorge oficie la misa, el más pragmático y menos místico, y por lo tanto, más humano, de todos los curas que he conocido. Y como él sabe que ya no hay nada qué hacer, que el cielo ya le echó a nuestro hijo el anzuelo, que no hay palabras que pudieran devolvérnoslo, se esfuerza en dar un sermón que, en vez de enaltecer al muerto, nos halaga a Paulo y a mí para que tan sepultados como Juan Diego, queden los remordimientos.
Al final de la misa soy yo quien habla. Nunca me había sentido tan llena de sentimiento, y tan escasa al mismo tiempo, de palabras que logren expresarlo. Y aquello que la gente aplaude como serenidad, resignación y, hasta cierto punto, compostura, no es más que un estado de completa anestesia, un dolor excesivo supurando ríos de dopamina. No hay llanto ni temblor en la voz, ni siquiera nervios. Y en un momento que me otorgaría todas las licencias, que justificaría con impunidad cualquier desliz, cualquier desacierto, cualquier torpeza, no tengo cómo liberarme del peso y el dolor se queda royendo por dentro.
Cuánta densidad de muerto, cuánto silencio en el bajorrelieve de este cementerio, una enorme isla vegetativa en la que los robles se alzan con sus flores amarillas, en la que las aves colonizan y una urraca sobre la punta de una cruz nos restriega la vida. Ya no son ellas las aves peregrinas, somos nosotros los intrusos, la parte sobrante del paisaje. Aquí lo único que viene de lo humano es el mármol, las flores de plástico, los molinillos de viento averiados, el resto es creación perfecta, armonía de naturaleza que se extiende para servirle a los muertos de abrigo; ella siempre tan altruista, tan benévola, tan noble como un perro que lame el mismo brazo que le propició la herida. A esta tarde sin brillo solo la ilumina la alegría de los niños. En ellos la tristeza es momentánea, pasajera como un eclipse. Los veo de lejos curioseando entre las tumbas, persiguiendo una paloma torcaz, adornando con flores los nichos vacíos.
En el paisaje apagado del cementerio solo se oye el golpe del hierro, de resto todo es silencio, un silencio que rompe el graznido de un mirlo, y es a través de ese canto que yo advierto la presencia del árbol. El hecho me produce una felicidad extraña, me hace suponer que aquellas raíces que se asoman a la superficie se alimentarán de mi hijo, que esos frutos rojizos tendrán esencia de niño, que su sangre será la savia que recorrerá esos tejidos a lo largo y a lo ancho. Árbol unigénito y bosque extenso al mismo tiempo. De ahí me viene el consuelo, de saber que ese enorme hueco que ahora abre el sepulturero ya no albergará un cuerpo, solo una delicada semilla que germinará en forma de recuerdo.
Diez años y medio y nunca le había cortado un mechón de pelo, y es precisamente este el momento en el que yo, siempre dada a los recuerdos, me percato de que ya nada corpóreo de Juan Diego estará a mi alcance. Nada, ni la textura ni el olor de su cuerpo, ni las formas todavía curvilíneas de su cara, ni sus labios del color de los rábanos, ni sus cejas desparramadas.
–Necesito abrir el ataúd, ¿puedo? –le pregunto a la mujer de las funciones logísticas.
La mujer se sobresalta y despliega los ojos haciéndome ver que lo que le pido es una ocurrencia.
–No puede demorarse mucho tiempo –accede al ver que mi petición se convierte en súplica.
–¿Me presta unas tijeras?
–¿Para qué las necesita? –pregunta horrorizada.
–Quiero cortarle un mechón de pelo.
La mujer no solo me entrega las tijeras, sino también un tapabocas y unos guantes de látex como si mi hijo, a quien no se le ha enfriado del todo el cuerpo con tan escaso tiempo de velatorio, fuera un foco de infección. Luego entra en el carro fúnebre, abre el ataúd y sale deprisa. Este es el momento, tal vez el más breve de todos los momentos, en el que quisiera esculpirme a mi hijo en las pupilas, memorizarme cada una de sus falanges y sentir, por última vez, cómo traspasa a mis dedos la suavidad de sus mejillas. Mientras él duerme ese sueño poblado de silencios, yo alucino viendo de nuevo sus ojos abiertos y oyendo sus carcajadas de niño travieso, pero él ya no está y su mirada ha de estar puesta en la eternidad. Se me va pronto, cuando su vida aún era una acuarela, se me va de azul como el azul sinfónico del cielo, y en este último adiós yo me quedo tranquila, como si me sonriera.
Nunca imaginé que con el hecho de no flaquear en el entierro, el derrumbamiento sería más rotundo al llegar al apartamento. Los regalos de Navidad están debajo del árbol, pero mi hijo ya no está para recibirlos, se ha ido, y hemos sido nosotros quienes lo abandonamos, quienes lo arrojamos a los gusanos; fui yo quien no puso ninguna resistencia, y siento en ese primer despertar de la conciencia que he abandonado a mi hijo, que le he dejado a la suerte de la intemperie, rodeado de zombis que lo asustarán en la noche, y lo peor, que lo he dejado sin abrigo; yo, que siempre he estado atenta a ponerle su chaqueta. ¡¿Qué hice, qué hice, qué hice?!, me pregunto angustiada.
Dentro de los obsequios están las estrellas adhesivas que le compré a María Paz como regalo improvisado de su hermano. Ahora ese techo de cuatro por cuatro es para ella el verdadero firmamento. No hay galaxias ni lunas ni planetas, solo estrellas de fantasía cuyo brillo proviene de la luz de los ojos de mi hija. Me duele saber que hace solo un par de horas estaba adornando con margaritas y rosas el montículo de tierra. La niña que sabe expresar la alegría, pero que se lleva tan adentro la tristeza. Cuando apagamos la luz de la habitación y comienza su experiencia lumínica, la veo buscando la estrella más grande; luego, en el auténtico cielo, encuentra que Sirius es la estrella más brillante, y algo le hace pensar que esa chispa es Juan Diego, que su hermano ahora está a ocho millones de años luz de distancia, pero que jamás volverá a ser una luz efímera.
La noche es absoluta cuando emprendo el viaje de regreso al cementerio, y al llegar me topo con una reja enorme que ahora separa el mundo de mi hijo del mío, sin saber cuál de los dos corresponde a los vivos. Me quedo absorta, en el estado de dolor más puro. De repente siento la necesidad animal de cruzar la verja, de llegar corriendo hasta él para desenterrarlo, pedirle perdón y abrazarlo, pero un hombre me advierte que hay perros, que no podría hacerlo. Así me doy cuenta, con el escalofrío más violento, que mi hijo se ha ido para siempre y se me ha privado el derecho hasta de velar su sueño. Luego veo cómo se enciende el cielo de juegos pirotécnicos, cómo se llena la noche de soles y bengalas. Todas esas ascuas de luz, todos esos estallidos de colores, me dan la certeza de que allá arriba se ha armado la fiesta, pero pronto el cielo se apaga y sé que se ha cerrado para siempre la puerta.
Lina Rojas Florez.