En los años ochenta, la vida de una familia colombiana de clase media era marcada por ritmos parecidos: los padres trabajaban, los niños estudiaban, las abuelas bordaban mientras cuidaban a los niños por las tardes, los atisbaban por la ventana corretear por la cuadra, se hacían tareas en la mesa del comedor, se veían noticieros y telenovelas. Había en mi entorno cercano familias con particularidades: familias de deportistas, con vidas llenas de entrenamientos y torneos; familias de músicos, en las que se tocaban instrumentos y se cantaba; familias muy religiosas, con muchas misas, rosarios, bazares, misiones y compromisos con la parroquia, y la lista es larga…
Conté con la fortuna de tener un padre lector. En la casa había libros a disposición de todos, especialmente de dos hijos adolescentes que se peinaban con copetes y oían rock en español. Todo era posible, no había censuras ni restricciones cuando de leer se trataba, siempre y cuando se hiciera -eso sí- cuando mi papá terminara un libro. La peor parte venía cuando mi mamá se antojaba de leerlos después de él, porque entonces la espera se alargaba, ella leía despacio. Yo aprovechaba sus pausas para dar vistazos, y esperaba pacientemente. Cuando por fin soltaron el libro negro que me intrigaba por tener un título precioso y en la cubierta un muerto a medio tapar con una sábana, le hinqué el diente con voracidad. Del autor sólo sabía que también había escrito Tuyo es mi corazón un libro del que hicieron telenovela cuando yo era más chiquita, con reparto estelar: Carlos Vives y Amparo Grisales a bordo.
Al empezar a leer El cielo que perdimos tuve la sensación de hacer parte de la historia inmediatamente: leyéndolo dejé de ser yo de dieciocho años, y fui mujer grande, libre, que no tenía que pedir permiso para salir de la casa; pude estar con los personajes recorriendo la ciudad, conversando con la gente, presenciando sus interminables tertulias y borracheras. Los vi en las esquinas, por las calles, en la oficina de redacción del periódico y en el bar, no porque a esa edad conociera muy bien la ciudad donde sucede la novela, sino porque la narración se las ingenia para llevarlo a uno de la mano por las calles de Medellín. Vi la violencia de cerca y como esa parte de ser grande me gustó menos (nada), me volví a empequeñecer y seguí leyendo.
Era una lectora joven, sin mucha experiencia en materia amorosa, pero la escena de enamoramiento entre los dos personajes principales, en una fiesta, con la luz de una lámpara reflejada en los cubos de hielo de un ron me fulminó. A ese punto – muy al principio del libro – supe que la novela iba a quedar grabada muy profundamente y por eso tuve que apropiármela. Me aprendí de memoria la página en que ocurría, y en mis momentos nostálgicos de desamor juvenil, la releía para recobrar la fuerza. Al terminar de leerlo, hice algo macabro: me apropié del libro. Le puse mi nombre en la primera página y lo escondí entre mis cosas, lejos de los otros libros de la biblioteca. Dejó de ser de la familia, era mi libro y punto. No tuve que ir muy lejos, un autor de mi ciudad con una novela sobre ella, me había flechado para siempre.
El cielo tiene un lugar privilegiado entre mis libros y casi treinta años después sigue estando ahí. Soñaba con conocer al autor con la única ilusión de felicitarlo y agradecerle por la que escogí como mi novela mucho tiempo atrás. La vida me volcó a los libros y un día de 2020 me vi leyéndolo nuevamente, esta vez con ojos de editora pues el autor tuvo la generosidad de confiarle a Angosta esa labor. Tomamos el texto con todo cuidado, y entre ojos que lo conocían bien y ojos que apenas lo conocerían, lo leímos muchas veces buscando pulir sus pequeñas imperfecciones, afilar sus maravillosas puntas y darle brillo a su impecable registro. Hicimos lo mejor que pudimos. Para muchos es un libro nuevo, para otros una relectura, pero es una novela fundamental en la literatura contemporánea colombiana que quisimos poner en sus manos, vestidita de gala en nuestra colección Delta, de clásicos, contemporáneos y traducciones.
APG